
Nunca se insistirá lo suficiente en el bien que supone ser escuchado por alguien, tener la sensación de que los sentimientos y pensamientos que uno experimenta en sus adentros son acogidos generosamente por un interlocutor que se dispone, libremente, a asumirlos, a integrarlos y a recibirlos en su propia interioridad sin juzgarlos, ni fiscalizarlos.
Ser escuchado es un acto de liberación, pero también de catarsis. No cabe duda que hablar bien o escribir correctamente exige un arduo esfuerzo, pero también lo exige la práctica de la escucha, pues se interponen un sinfín de obstáculos en el proceso de escuchar. Sin embargo, no se valora del mismo modo.
Se enaltece al buen orador y se elogia al buen escritor, pero no se defiende la dignidad del buen escuchador y, sin embargo, todos valoramos, intuitivamente, a la persona que sabe escuchar, la buscamos, deseamos sentarnos a su lado, estar con ella, porque todos, desde lo más profundo, necesitamos ser escuchados, especialmente cuando nos hallamos en situaciones límite y hemos perdido el control sobre nuestra propia vida.
Espontáneamente sentimos placer al ser escuchados. No se trata de un placer sensitivo, sino espiritual. Experimentamos que crece nuestra autoestima cuando alguien nos dedica tiempo y se fija en nuestros razonamientos y pensamientos. Deberíamos estar agradecidos a quiénes, libremente, escuchan, porque permiten que el pensamiento no muera dentro de la cápsula del yo, posibilitan que se abra a la exterioridad y, en este sentido, se encarne en la vida pública. Un pensamiento encerrado en la interioridad es un pensamiento muerto, porque el pensamiento requiere de la fluidez, del movimiento entre el yo y el tú para que sea vivo y realmente efectivo.
Escuchar los pensamientos de una persona, esos pensamientos del corazón que emergen de lo más profundo, es establecer una alianza empática con su ser, consiste en vincularse afectuosamente con el otro, aún en el caso, de estar radicalmente en oposición a lo que está expresando.
Tendemos a escucharnos a nosotros mismos o a escuchar a las personas que nos interesan, pero descuidamos la escucha de la inmensa mayoría de las personas que nos rodean. Es evidente que no podemos, aunque lo quisiéramos, escuchar a todos, pero debemos escuchar atentamente, porque la escucha es un modo de ganar en sensibilidad humana, en sentido de la prudencia y de la humildad.
No podemos caer en la trampa de escuchar solamente a quiénes nos interesa, puesto que, en ocasiones, la persona más digna de ser escuchada es la más imprevisible. Lo realmente clave, a pesar de todo, no es la cantidad de escucha que somos capaces de asumir, sino la calidad con la que realizamos tal ejercicio. No se trata de escuchar a cuantos más mejor, sino de escuchar con atención, con plena disposición, liberando las voces interiores que, como gritos, no dejan atender la voz del que habla desde el afuera.
Una persona libre de prejuicios se dispone a escuchar a los otros más allá de su color de piel, condición sexuada u origen social, pero, para ello, ha tenido que desarrollar una intensa y reiterada tarea de liberación de prejuicios, lo cual sólo es posible si, previamente, es capaz de identificarlos y liberarse de los mismos.
Cuando uno es escuchado, experimenta una liberación interior; pues aquella pesadumbre vivida aisladamente es compartida y, al serlo, pesa menos, se comparte su densidad y, por ello, la misma expresión ya es, de por sí, higiénica y liberadora. Deberíamos premiar a las personas que saben escuchar, que dominan el arte de la receptividad, que saben atender lentamente la formulación del mensaje, sin aturdir al otro, ni presionarle para que diga lo que tenga que decir velozmente. Hemos expulsado la lentitud de la vida humana y todos los procesos deben realizarse velozmente, pero la escucha, como tantas actividades de la existencia humana, requiere de tiempo, de donación del tiempo y ello es algo muy extraño en la sociedad actual. No tendemos a dar nada y, menos aún, este bien escaso que es el tiempo.
Creemos que tenemos tiempo, pero, de hecho, el tiempo nos tiene a nosotros, porque no sabemos de cuánto tiempo disponemos para vivir, ni lo poseemos como un bien material. El tiempo fluye, nuestra vida también. Darlo no es perderlo. Es el único modo de convertirlo en algo que tenga sentido. Darlo a una persona desconocida es el único modo de transformarlo en algo digno de ser vivido.
Dar el tiempo: la expresión es del filósofo francés Jacques Derrida. Éste el único modo de reconciliarse con la propia existencia. Nos es dado el vivir. No hemos hecho méritos para ello. Tampoco lo hemos elegido. Es absurdo intentar frenar el paso del tiempo, luchar a muerte contra el dios tiempo, pero más absurdo es intentar acumularlo, rentabilizarlo, estrujarlo, sacarle el máximo partido
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